9 jul 2007

Les transcribo este pequeño texto sobre un instante y sus resonancias. Quiere ser lo que (no) es: una aproximación a la obra de un artista admirado desde mis experiencias frente a ella, visitas entre el asombro, la luz y el silencio. Ya me comentarán...



Sobre el silencio y la memoria a partir de Mark Rothko

A Beatriz Escalante de Haro

Algunos días acontecen sin dejar constancia, sin un rasgo que los distinga de los precedentes. Otros, sin advertirlo, dejan una impronta creciente. También hay noches que llegan muy pronto, donde la oscuridad desplaza rigurosamente las tonalidades ocres de una tarde nublada. No sé por qué la obra pictórica de Mark Rothko me evoca paisajes celestes, el horizonte de un atardecer enmudecido o la caída de hojas en desbandada. El silencio en todo caso. Su prolífico periodo abstracto, su etapa definitoria y de madurez, me envía a celdas de mi memoria sombrías o diáfanas, pero insólitas en todo caso, no habituales. Rothko, artista estadounidense de origen ruso, recorrió con albedrío jubiloso y azarosa disposición todo el espectro cromático, creando piezas cuya interpretación rebasa lo convencional. Las “manchas de colores” multiformes de los años cuarenta desembocarían más tarde en los espacios rectangulares mono o bi-cromáticos, que lo harían reconocible en el arte del siglo XX. El cuadro como mera superficie de color, donde la mirada del espectador es envuelta y, casi de modo hipnótico, se extravía y desparrama. Mis aproximaciones a Rothko me confirman que el arte de esta época y de las anteriores no ha perdido su capacidad de asombrarnos.

Una muestra pequeña pero significativa de este artista (¿cuándo traerán muestras de trascendencia y envergadura mayor?), proveniente de la National Art Gallery de Washington, se alojó temporalmente en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México. Dos horas bastaron para apreciar con detenimiento las poco más de veinte piezas, entre óleos y acrílicos. En mi recorrido destacaron una escena del metro con personajes espigados, dentro de su etapa figurativa inicial; un corazón palpitante, obra de medianas dimensiones, en donde el naranja y colorado (rojo encendido) empleados por el artista incendiaban casi la sala; un cuadro mitad verde casi azul cobalto y mitad tuna casi púrpura; y otro que invitaba, gracias a sus luminiscencias naranjas y blanquecinas, a la meditativa errabundez.

Mi primer encuentro con la pintura de Rothko ocurrió con reproducciones de sus obras en revistas o libros. Ha un lustro, sin embargo, mi conocimiento limitado de su obra se transformó en revelación estética durante un otoño en Londres. Entrar a la Sala Rothko de la –en ese entonces flamante– Tate Modern, fue como haber accedido a un espacio íntimo, lejos de la ciudad, a leguas de distancia del tráfago punzante de la metrópoli y del mundo. Suspendido el tiempo, cual poema de Issa o Valente, hallé reposo mental y emocional y un recogimiento inesperado en aquella sala, a pesar de su inmensidad. Seis óleos de dimensiones vastas (iban de los 1.5 × 2 a los 2.5 × 4.5 metros) de tonalidades ocres, granates, magenta, unos rectángulos casi negros de tan azules sobre una base terrosa. La iluminación susurrante (como lo sugería el artista) precipitaba el silencio entre los asistentes, ruidosos y conversadores en salas vecinas, que aquí parecían experimentar la misma sensación de tranquilidad y arrobo. De ese silencio interno que puede ocurrir también frente al Pacífico chacahuense o algún plano secuencia de Andrei Rubliov (en el lindero móvil donde no es agua ni arena la orilla del mar). Silencio acaecido gracias a la atrayente y enigmática obra rothkiana y a la atmósfera construida. Momento contemplativo memorable. El texto, el paratexto y el contexto confluyeron unitariamente en aquella sala, ejemplo de una curaduría impecable. Aconteció dicha experiencia estética como experiencia de la totalidad del mundo, ya advertida por Gadamer en su opúsculo La actualidad de lo bello.

Una obra de arte es en función de varios antecedentes, cuyos lenguajes o formas en su origen están ubicados en la tradición, entendida ésta no sólo como preservación sino, sobretodo, como transmisión. Algunos lienzos de Rothko me evocan (reiteradamente) el diseño de ciertos huipiles zapotecas del Istmo de Tehuantepec, sobre todo en la configuración de un color base y sobre él un recuadro de otro color, generalmente complementario. Así como ocurre en el arte, también en otras disciplinas: un diálogo con la tradición, con lo ya dicho antes, para expresar de otro modo lo mismo. Entre sus influencias y retroalimentaciones se encuentran incursiones primeras en el surrealismo y el primer Kandinski y Matisse. En la transición, encuentro las combinaciones cromáticas y texturas sobrias de un Morandi. Para su etapa culminante las obras de Barnett Newmann, Clyfford Still, Motherwell y Matisse (omnipresente) son medulares. Pero de poco sirve saber esto, si frente a sus óleos, acuarelas y acrílicos no establecemos una relación lo más directa posible, sin intermediaciones extratextuales, en pos de re-ligar la experiencia estética con la contemplativa, los sentimientos con los estímulos estéticos, la ética con el arte. Por ello, continúa siendo inteligible su obra en la actualidad, pues el arte –la poesía– nos permite ver lo universal en el ser, hacer y padecer humanos. Además, la búsqueda humana de lo divino no pierde ímpetu en ninguna época ni lugar. Rothko y el silencio interno que sus paisajes espirituales detonan lo atestiguan.

Luego de tal experiencia, la ya célebre cama revuelta de Tracey Emin en otra sala de la Tate Modern representó un arrebato creativo carente de sutilidad, aunque pleno de punzante ironía lindando con el manifiesto político. Como coda, dos instalaciones enormes de Louise Bourgeois en el vestíbulo del museo –una de sus arañas desconcertantes– me esperaban antes de salir de la antigua hidroeléctrica a la orilla sur del Támesis que Herzog y De Meuron transformaron espléndidamente. Pero los resabios de la experiencia altísima vivida horas antes no remitían. El arte es un intento de comunicarnos con lo divino, entendido éste como lo inaprensible, “lo fugitivo”, lo incandescente. Han pasado más de cinco años y la luz de aquellas obras palpita, resuena aún en mi memoria quebradiza. La presencia en México de Rothko me permitió evocarla de modo prístino.

1 Comments:

Blogger Ingrid Solana said...

Lo he dicho desde que lo vi nacer: me encanta este texto..., Pero bueno, yo sigo esperando poesía, poesía... Para que el mundo se vuelva habitable...
Besos, Abrazos, desde la ultratumba, jajajjajajajajajaj

12/7/07 11:02  

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