22 jun 2007

A un año de la emboscada en contra del magisterio oaxaqueño y algo sobre lo que tal decisión desencadenó

El 14 de junio del año pasado, la policía oaxaqueña desalojó a los miles de profesores que, en huelga de tres semanas, mantenían un plantón en decenas de calles del centro de la ciudad de Oaxaca. La emboscada gubernamental ocurrió durante la madrugada. Horas más tarde, los autores intelectuales, en su torpeza y estupidez, no cabían en su pasmo: los profesores, luego de batallas frontales (más de cien heridos de ambos bandos), recuperaron el control del zócalo y alrededores. No previeron que la gente saldría de modo masivo en su apoyo (en el más amplio sentido del término, es decir, la población civil). Obvio es decir, que los gases venenosos lanzados por tierra y aire intoxicó a todos, no sólo a los disidentes, sino a miles de personas que vivían o trabajaban en la zona. La indignación, el asombro, la impotencia recorrió a todos. Tal vez de ahí emergió la solidaridad -y beligerancia- que fortificó a los maestros y su lucha por la recuperación de las calles y plazas vejadas.

Semanas después de aquel miércoles negro, los acontecimientos se sucedieron incesantes e impredecibles. Comenzó la insurrección urbana más crítica y larga en la historia reciente de México. Lo demás ya es silencio o historia presente e inacabada. Ahora un deterioro social, político, económico encaja sus vértices en la Oaxaca inflamada y doliente.

En las fechas referidas escribí en un cuaderno la prosa siguiente:


Nos movemos entre lo inexplicable y lo inexplicado; somos el bosque,
el azul y el silencio. Repto de la poesía a la prosa, del más allá al aquí; mientras recorro
mi espacio, entre la incandescencia oaxaqueña y el abismo mexicano,
los días continúan su discurrir demencial.

Las palabras delinean las tejas, la ausencia -como siempre- nos atraviesa y define.
Mi mano, lenta pero persistente, cual lluvia de junio, lava rostros de los otros que soy,
de los muchos que he sido, inunda a los que seré.

Estas líneas supuran, no hablan de nada y o son nada, apenas de sí mismas,
de la mano que las inscribe en la pantalla, de la madrugadas ominosas de estos días.

Piensa mi respiración entrecortada en aquellas cejas negrísimas, indómitas,
que me miran sin mirarme. Pese a todo, mis noches no alcanzan a ser escritas
con diafabnidad y sobretodo, honestidad precisa.

Lucha perpetua conmigo: no, no, es preciso no tener miedo de crear (Lispector dixit).

Agur, mis párpados forzados a permanecer lúcidos se rebelan y caen, caen al fondo de mi sueño.

Silencio y árboles mutilados...