8 mar 2007

En el sombrío limbo-sima de los cismas me he plantado. Mejor dicho: he caído. ¿Por qué no es tan difícil, casi sin remedio, no causar dolor a quien amamos? Un atardecer en explosión desnuda mi estulticia y mi andar a tientas. Movimiento hacia el exilio, hacia las extranjerías ignotas del corazón anegado. Crece, se extiende, ramifica. A este punto he llegado, asumiré sus grietas y chillidos. El amor como animal inescrutable, de movimientos insoslayables, volátil. "Una noche tan azul que me desploma" me dijeron algún día y supe del dolor en ráfagas. De silencios se elabora la espera y su luna decreciente. Mi búsqueda se extiende a los demás círculos de la memoria fragmentaria.

(Antier murió Baudrillard. Una voz menos, el sinsentido cada vez más posible. La negación, la banalidad, el vacío)

Sin más por el momento, cedo el espacio para que alguien con vigor enuncie. Les transcribo otro poema de Iván Uriarte, poeta generoso de Nicaragua, que nos encontró y con quien demoramos una gozosa charla de domingo.


Canción de amor sin nombre

¿Qué queda ahora de mi nombre en tu nombre?
¿En qué lugar hemos dejado la enmadejadas
secuencias de tantos encuentros?

Noches y días, madrugadas y atardeceres
¿pensándote, acaso, para nada?
¿Y todos los tercos sueños construidos
apenas para saber de tu proximidad lejana?

Perdimos la senda
aunque siempre nos juntaban
nuestros alientos apenas retenidos.

Hoy se cumplió el principio del final
en las esferas del amor que nos acercan y nos alejan
del futuro que ya no tendremos.

(De Los bordes profundos, 1999)