28 may 2008

Toda culpa recae en Kim Ki-Duk. Aquella noche, ya madrugada, me había quedado solo en ese sitio lleno de humo, sudor y deseos inasibles. La palabra ya había fluido entre nosotros. Incluso el baile y la sonrisa. Pero cuando se mencionó al susodicho y sus varias películas, en especial 3-Iron o La isla o Samaria, en torbellino flagrante, me enamoré. Nos salimos corriendo y entre charla entrecortada, salpicada de las lenguas de Plath y Bracho, comenzamos a delinear al otro. Minutos después nos besábamos detrás de una iglesia hasta que un alacrán picó su pierna izquierda. La madrugada se adensó. Las manos se hundían entre sí, efusivas, fluyentes. Los pajarillos ya cantaban y aún no nos decidíamos a entrar. Hasta que sí. Agua derramada. Nos quedamos dormidos uno junto a la otra, una junto al otro. Su olor, su fluir, su mirada lentamente se incrustaron.

Sin duda, toda responsabilidad es de Kim Ki-Duk. Ahh, y por supuesto, de la verdinegra noche oaxaqueña.

* * *

Corrieron los fluidos y los amaneceres. Hubo una noche en que todo concluyó. La luz debía tomar el curso del ajedrez mutuo. Frontera, la línea entre la orilla y la profundidad ahondada, brillaba fulgurante como su mirada de miel y arroz.

En espera, luego de su descubrimiento centroamericano, de la caminata dentro de los pliegues de la ciudad enferma, aguardando la huida, la luz culminante. La lluvia que se agosta...