12 feb 2006

Postrera nota granadina

Desde la otra Granada, desde el centro mismo de América anoto mis últimas líneas desde tierra firme. Parto hoy mismo hacia la isla de Ometepe y si cuento con tiempo y vida alcanzaré el archipiélago de Solentiname días más tarde. El festival ha concluido, los poetas vuelven a sus casas, con su caparazones o alas a cuestas. Mis pasos se dirigen hacia otra Nicaragua, la segunda etapa significativa de este, aunque exuberante, fugaz viaje. Y aquí terminan mis mensajes hasta que arribe a Managua en una semana.



No debe abatirnos ni el sueño


ni la distancia


lugares por donde pasamos


sin advertirlo nunca.


En la distancia estamos


y al sueño caminamos


¿es la distancia el trayecto


del sueño


o el sueño la distancia nunca


lograda?


Sólo por el sueño vivimos


la distancia en que caminamos.



Iván Uriarte (Jinotega, Nicaragua, 1942)

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Y pensar que fuimos niños. . .

Una vez, hace no mucho tiempo, fuimos niños. En esos años todo lo mirábamos con ojos nuevos, ojos de infancia. Los días parecían tan largos, como enormes, los grandes edificios. La luna nos brindaba su luz, acurrucados junto al regazo de nuestras madres. Cada hoja en blanco nos incitaba a la aventura. Éramos ágiles, diversos. No conocíamos el mundo de los adultos, el mundo real. Nuestros pasos se encaminaban día a día al abismo, sin darnos cuenta. Cualquier fuente nos invitaba a beber de su aguas. No conocíamos el poder de la palabras. Todo era válido, posible, inmenso y eterno. No sabíamos de la guerra, del hambre, la pobreza. La ignorancia y la inocencia nos hacían felices.
Con el tiempo, aprendimos que la vida giraba en torno a la moneda, al trabajo diario, a los días de descanso. Las vacaciones ya no eran

16/2/06 02:09  
Anonymous Anónimo said...

Y pensar que fuimos niños. . .

Una vez, hace no mucho tiempo, fuimos niños. En esos años todo lo mirábamos con ojos nuevos, ojos de infancia. Los días parecían tan largos, como enormes, los grandes edificios. La luna nos brindaba su luz, acurrucados junto al regazo de nuestras madres. Cada hoja en blanco nos incitaba a la aventura. Éramos ágiles, diversos. No conocíamos el mundo de los adultos, el mundo real. Nuestros pasos se encaminaban día a día al abismo, sin darnos cuenta. Cualquier fuente nos invitaba a beber de su aguas. No conocíamos el poder de la palabras. Todo era válido, posible, inmenso y eterno. No sabíamos de la guerra, del hambre, la pobreza. La ignorancia y la inocencia nos hacían felices.
Con el tiempo, aprendimos que la vida giraba en torno a la moneda, al trabajo diario, a los días de descanso. Las vacaciones ya no eran las mismas. La gente ya no era la misma. Los otros niños comenzaban a crecer, a convertirse en adultos. A muchos ya no se les veía jugar en las calles. Otros más habían cambiado sus shorts y sus pantalones sucios por trajes sastre. Cada vez había menos niños en la cuadra, para poder jugar.
Un día, simplemente, olvidamos mirar a nuestro alrededor, como lo habíamos hecho siempre. Sin saber cómo, dejamos de formar parte de nuestro propio entorno, para inmiscuirnos en otras realidades, ajenas a nuestra vida. Conocimos entonces la desigualdad, la injusticia. Descubrimos que podíamos ser rebeldes y lo fuimos. Muchos abandonamos la casa paterna (o materna). Agarramos camino y nos fuimos con la bola a hacer la revolución, la personal, por supuesto. Tuvimos sueños, creímos; se nos reveló un nuevo aliado: la fe. Pensamos que con el sólo hecho de querer y gritar y marchar, podíamos cambiar al mundo. Entonces, éramos ingenuos todavía.
Poco después, supimos que el mundo siempre ha sido así. Que, al igual que nosotros, fue niño y ahora es un adulto viejo, cansado y fragmentado, que sólo espera el fin de este otro ciclo, para reintegrarse de nuevo.
Cuando dejamos de ser niños sufrimos mucho, lloramos y nos conmiseramos de nosotros mismos. Nos lamentamos porque nos dimos cuenta de que no había marcha atrás. Nos percatamos de que éramos parte de un todo complejo al que no podíamos abandonarnos ni abandonar. Nos restregamos los ojos, nos secamos las lágrimas y decidimos luchar.
La historia pasaba tan rápido y tan lejos y tan cerca de nosotros a la vez, que no nos fue necesario salir de nuestros terruños y empaparnos de la miseria humana de los otros para gritar consignas en contra de los grandes titiriteros.
Empero, hubo quiebres y tropezones a lo largo del camino. Con los años, nos vimos envueltos en aconteceres cada vez más adversos. Tuvimos que empezar a pensar en nosotros, en nuestro bienestar, en la comida diaria, la renta, un trabajo fijo. La nueva situación contuvo por un momento nuestro deseo de lucha, de revolución.
Quisimos readaptarnos y mantenernos al pie del cañón. No todos lo conseguimos. Tuvimos que pasar innumerables pruebas. Nos convertimos en héroes de nuestro propio destino, a veces ganando, a veces perdiendo y otras más, quedando tablas.
La adultez nos cogió desprevenidos. Nos dio un vuelco y nos levantó de golpe, instalándonos en la realidad real.
Con todo, el mundo y la gente nunca perdieron su magia, su resplandor. Si bien nuestros ojos volteaban cada vez menos al cielo, nunca dejaron de asombrarse por el paso de los días, por la luna y sus incontables ciclos.
Algunos conservamos en los ojos la sorpresa infantil, el cinismo y la malicia de los años de infancia. Guardamos en los estantes de nuestra memoria, unas cuantas pócimas mágicas, abarrotadas de recuerdos y de sueños. Supimos imprimir en cada persona un poco de entusiasmo por la vida y una enorme gratitud hacia la muerte. Aprendimos a rezar para nosotros mismos y a buscar a dios en nuestros adentros.
Fue entonces cuando nos percatamos de que la lucha no dependía de un grupo, de una ideología, de la lectura diaria del periódico o de ir a todas y cada una de las marchas y mítines organizados en nuestra comunidad, para repartir propaganda. Sin saber cómo, nos enteramos de pronto, que la lucha comenzaba con nosotros mismos, con nuestros fantasmas y monstruos. Así fue que comenzamos a caminar de nuevo, a navegarnos hacia adentro, hacia las profundidades de nuestra propia miseria. Luego, obviamente, morimos.
Cuando volvimos a abrir los ojos, nos miramos al espejo y nos vimos, otra vez, niños. Vimos luz en nuestra mirada y una amplia sonrisa en nuestra rostro. En nuestra mente no había nada.
De algún modo, se nos había dado la oportunidad de renacer y mirar al mundo de otra forma. Nuestros nuevos ojos pudieron volver a mirarlo todo, pero a través de la experiencia. Nos convertimos en niños viejos, dispuestos a nombrarlo a todo y transformarlo todo con cada despertar, con cada latido, sin esperar un solo movimiento externo. Sabíamos que el mundo y el tiempo continuaban su curso, que nuestra corta existencia se iba extinguiendo día a día y que no podíamos dejar pasar un segundo sin realizar grandes proezas. Aprendimos a eternizar los instantes y a crear cientos de posibilidades tangibles, para transformar al mundo. Hicimos de nuestro andar una lucha constante, ya no por el bien de los pueblos, sino en favor del universo.

BAEH

"A pie. . . andas de verdad, por el campo, coges los senderos, bordeas las viñas, lo ves todo. Es la misma diferencia que entre mirar el agua y zambullirte dentro. Mejor ser pordiosero, vagabundo"


". . . No basta saber que somos basura, es demasiado poco. Hay que preguntarse por qué, hay que comprender que podríamos no serlo, que también nosotros estamos hechos a semejanza de dios. . ."

". . .¿Te dan miedo las palabras? Dale el nombre que quieras. Yo llamo dios a la absoluta libertad y certeza. no me pregunto si dios existe: me basta ser libre, seguro y feliz, como él. Y para llegar a eso, para ser dios, basta que un hombre toque fondo, se conozca hasta el fondo."

Cesare Pavese

16/2/06 02:15  

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